Alberto Petrina: “la defensa del patrimonio es obligación de toda sociedad que se pretenda civilizada”


El patrimonio arquitectónico de un país no sólo nos está hablando de la ocupación espacial, sino de las transformaciones del Estado-Nación, afirma el arquitecto.

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DEFINICIÓN. “La defensa del patrimonio no debe ser prerrogativa de especialistas”, sostiene Petrina. LA GACETA / FOTO DE DIEGO ARÁOZ.-
El arquitecto Alberto Petrina nos “pinta” cómo en ciudades tan diversas como Cusco, Potosí o Jerusalén la piedra del pasado no riñe con las altas torres de la modernidad; y así entendemos que el patrimonio no es una abstracción, que puede marcar la diferencia entre una ciudad que se disfruta y otra que se padece. De paso por Tucumán, donde presentó el último tomo de la colección de patrimonio arquitectónico argentino, editado por el Ministerio de Cultura de la Nación, y ante una consulta de LA GACETA, el experto habló de esta obra y de cómo en los últimos 20, 30 años se ha “democratizado” el concepto de patrimonio.
- Usted está presentando el Tomo III de la colección de patrimonio arquitectónico argentino, 1880 a 1920 ¿Cómo definiría ese período relevado?
- El Tomo I abarca el período 1810-1880, desde la Revolución de Mayo y la Independencia hasta la federalización de la Ciudad de Buenos Aires. El Tomo II (1880-1920) se corresponde con el encumbramiento de la Generación del 80, desde la primera presidencia del general Julio A. Roca a la primera de don Hipólito Yrigoyen. Se trata de un período especialmente fecundo en materia de emprendimientos de infraestructura -urbanística, portuaria, ferroviaria, sanitaria-, a la par que generador de algunas de nuestras arquitecturas más notables, tanto en las esferas oficial y eclesiástica cuanto privada.
- Esta vez ustedes se centran en la vivienda...
- Están representadas todas las tipologías que se manifiestan durante el período: los grandes palacios de la élite, las casas-chorizo de la incipiente clase media, los edificios urbanos de renta, los conventillos, los primeros conjuntos de vivienda de interés social, las quintas suburbanas y las casas patronales de estancias bonaerenses, bodegas cuyanas e ingenios tucumanos.
- ¿De qué país nos está “hablando” ese patrimonio?
- Este vastísimo patrimonio nos está hablando de un país que se incorpora al auge capitalista de fines del siglo XIX y principios del XX desde un espacio definido por la producción primaria y una perceptible dependencia tecnológica. A esto se suma la política de inmigración masiva que va a modificar profundamente nuestra estructura étnica y cultural, transformación que tendrá un visible correlato arquitectónico. La homogénea identidad hispano-criolla de la Colonia y del período de Rosas desembocará en una diversidad cosmopolita que se vestirá con los ropajes sucesivos de los academicismos italiano y francés, seguidos por la novedad de los antiacademicismos, ya a inicios del siglo XX.
- De ese período, al menos en Tucumán, la visión “modernista” de 1920 ha arrasado con el patrimonio colonial...
- Como consecuencia lógica de esta avasallante incorporación cultural -muchas veces acrítica–, la arquitectura colonial es arrasada por ser considerada un símbolo de atraso “provinciano” o de barbarie “goda”. Es así como las cómodas y amplias casas de patio son sustituidas por petits-hotels coronados por mansardas de pronunciado declive... Muy útiles en la Francia cuyos crudos inviernos requerían la evacuación de la nieve, pero absurdas en climas subtropicales como el de Tucumán o Salta (ustedes tienen ambos modelos en la plaza Independencia: la casa Padilla por un lado y las de los Nougués y los Rougés por el otro). Pero bueno, este ejemplo no es sólo aplicable a Tucumán, porque todo el país exhibe un similar proceso de sustitución.
- ¿Cómo reaccionar ante el avance de la “piqueta”? ¿Cuál es el rol del Estado respecto del mercado?
- Creo que cada sociedad debe buscar en esto su propio equilibrio, que varía según su idiosincrasia y su devenir histórico. Por supuesto que todos aceptamos que las ciudades son organismos vivos y que, en tanto tales, deben responder a los cambios emanados de su dinámica de desarrollo. Pero, aceptado eso, ¿cómo se las han arreglado Sevilla, Jerusalén o Marrakech para seguir vivas sin perder su identidad profunda? O, si no queremos irnos tan lejos, ¿por qué Potosí, Quito o Cusco nos avergüenzan habiendo sabido crecer sin admitir como símbolo de “progreso” la erección de adefesios en altura sobre sus plazas fundacionales? El secreto es muy simple: hay lugar para el respeto a los centros históricos, como también hay lugar para las torres de última generación: sólo que ese lugar no puede ni debe ser el mismo.
- ¿ A qué atribuye usted el cambio en el concepto de patrimonio que se ha dado en los últimos 40, 50 años?
- En la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos trabajamos cotidianamente con este tipo de problemas, que sin duda implican lidiar con convicciones a la vez que con compromisos. Integramos un colectivo que debe manejarse con estos datos de una realidad tan exigente cuanto cambiante. Y parte de ese cambio sucede en el propio perfil que a través del tiempo asume el concepto mismo de patrimonio. En 1940, cuando la Comisión iniciaba sus funciones, el patrimonio abarcaba fundamentalmente el período colonial y los espacios ligados al procerato: iglesias, cabildos y campos de batalla. Luego se fueron incorporando las obras del siglo XIX ligadas precisamente a la temática del volumen que aquí presentamos. Ya en los últimos 20 años el abanico se abrió a la arquitectura industrial y del trabajo, a los ejemplos del Art Déco y del Racionalismo modernos de las décadas de 1930 a 1960, a los poblados históricos, a los espacios de memoria surgentes de la última dictadura cívico-militar. En todo caso, uno de nuestros mayores desafíos radica en permanecer alertas respecto de las percepciones de nuestra sociedad sobre su propia historia. La defensa del patrimonio quizá sea una pasión para los especialistas, pero de ningún modo es su prerrogativa: es, por el contrario, la obligación colectiva de toda sociedad que se pretenda civilizada.

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