El Transiberiano
Mongolia
El Transiberiano, el viaje en tren más largo del mundo, pasa por la república de Buriatia, junto al lago Baikal, y continúa hasta Ulán Bator, para aproximarse a los descendientes de uno de los más poderosos imperios en la historia
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Daniel Flores
SÁBADO 24 DE DICIEMBRE DE 2016
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Fin del recorrido: esta es la segunda parte de la nota sobre el ferrocarril Transiberiano publicada el domingo último en el suplemento Turismo.
Moscú quedó diez días atrás. Pasaron también las ciudades siberianas de Ekaterimburgo, Novosibirsk, Krasnoyarsk, Irkutsk, los montes Urales, el río Obi y el Volga y el magnífico Baikal, el lago más profundo del planeta, que cada año crece dos centímetros más. Pero seguimos a bordo del mismo tren, el Grand Trans-Siberian Express, en su viaje de 6300 kilómetros a través de Siberia hasta Ulán Bator.
Varios husos horarios después, el camarote 7 del coche 33 ya es casi un hogar. Los pasajeros, viejos conocidos. El coche comedor es el bar de siempre donde los mozos ya saben quién prefiere qué con las comidas.
Y, a 5642 kilómetros de Moscú, todavía falta lo que para muchos es el plato principal: Mongolia. Pero hay más en este menú con nombres tan fuertes que la primera estación después de Irkutsk toma por sorpresa a cualquiera: Ulán Udé es toda una revelación, opacada en los papeles entre la capital rusa, el exotismo mongol, el lago mitológico y la propia épica del ferrocarril más extenso del mundo.
Ulán Udé es la capital de Buriatia, una de las repúblicas que integran la Federación Rusa, vecina de Irkutsk y sobre la costa del Baikal. Cercanos a los mongoles, los buriatos son una de las más de 140 etnias presentes en Siberia, territorio mucho más diverso culturalmente de lo que se sospecha desde el otro lado del mundo. Su república fue colonizada por los cosacos ya en el siglo XVI, aunque la integración llegó, como para toda Siberia, fundamentalmente con el ferrocarril Transiberiano, a principios del siglo XX.
Ese mismo tren nos deposita en la estación de Ulán Udé un día de sol veraniego, ahí donde en invierno la temperatura baja hasta -30. Nos espera Suleiman, el guía para los pasajeros hispanohablantes del Grand Trans-Siberian. Es un cubano bajito y moro, un personaje particular en una tierra extraña. Llegó como universitario, hace treinta años, en los buenos tiempos de la relación cubano-soviética. Está casado con una buriata.
Del total de un millón de habitantes buriatos, el 75 por ciento reside en Ulán Udé. "Cuando cayó la Unión Soviética, todos se vinieron para la ciudad", explica Suleiman. Es llamativo que una urbe remota en un país tan vasto sufra problemas de tránsito.
"El clima es terrible, los pocos inmigrantes que llegan se van pronto. Para ser hombre no es necesario vivir en la Siberia, pero para vivir en la Siberia es necesario ser hombre", dice el cubano con el mismo acento que lo diría paseando por el Malecón. Pero no está en La Habana sino en la plaza central de Ulán Udé, dominada por uno de los destacados en la ciudad, un logro insólito de la república de Buriatia: la cabeza de Lenin más grande del mundo. Es una escultura de cuatro metros de alto y seis toneladas de peso.
Ulán Udé fue una ciudad industrial, de fábricas militares desactivadas en los últimos años, salvo excepciones como la fábrica de aviones MIG 15 reconvertida para producir helicópteros buriatos que hoy se exportan al mundo. "Fue un desastre, no sé cómo sobrevivimos -se rasca la cabeza Suleiman-. Pero estamos saliendo, aunque la verdad es que nosotros no somos rentables".
El programa del Transiberiano no se entretiene mucho más tiempo en Ulán Udé sino que deja la ciudad para visitar un sitio aún más peculiar y aislado en el interior de Buriatia.
Los Viejos Creyentes son cristianos que no aceptaron la reforma de la Iglesia Ortodoxa en 1654. Perseguidos, algunos se exiliaron por entonces a estas regiones de Siberia. marchando más de 5000 kilómetros a pie, en lo que se recuerda como el Camino de las Lágrimas. El propósito ruso no contemplaba sólo expulsarlos sino también que estos buenos agricultores terminaran alimentando a los cosacos en sus campañas siberianas. El plan funcionó.
Conservadores y puritanos, sus descendientes hoy viven en aldeas prolijas y comparables en algunos aspectos con las de los menonitas. Mantienen estrictamente sus tradiciones, hablan ruso antiguo y viven relativamente aislados del mundo (algunos se instalaron en Argentina y en Brasil), aunque pueblos como éste, próximo a Ulán Udé, se abrieron en los últimos tiempos al turismo, con comedores y pequeñas rutinas preparadas para mostrarse a las visitas.
"Estamos contentos de que vengan y se interesen por nosotros", dice el acordeonista y director del coro de cinco voces que ofrece un breve concierto de canciones tan añejas como todo alrededor de los Creyentes.
Regalo del destino
De vuelta en el tren, más música. Esta noche hay concierto de Ludmila Petrakova en el piano vertical blanco de uno de los dos coches comedor que integran la formación, junto con los vagones de camarotes. Es su primer Transiberiano y dice que le gustaría mantener el trabajo. "Esto es un regalo del destino", asegura, feliz pero tímida. La pianista del tren viaja con su carpeta de partituras con obras clásicas, piezas populares rusas y hasta algún tango, "porque me avisaron que habría pasajeros argentinos".
En cada parada del viaje, se la ve bajar de su vagón junto con Marina Trofinova, la médica a bordo. En su caso, es el sexto periplo en el Grand Trans-Siberian. En este tour hasta ahora no debió asistir a nadie. En viajes anteriores le tocó alguna lesión por pisar en el lugar equivocado, alguna indigestión. "Son casos un poco tontos -admite, más animada que su compañera música-. Una noche, un pasajero se puso tapones en los oídos para poder dormir con el ruido del tren y al otro día no se los podía sacar".
A la medianoche vivimos el momento más cinematográfico del largo trayecto: al llegar a la frontera de Rusia con Mongolia, oficiales de migraciones (y sus perros) desfilan por los pasillos controlando los pasaportes con visado de Mongolia. El silencio nocturno en la estación y la diferencia idiomática convierten una diligencia migratoria en una requisa con ambiente tenso. Pero en poco más de una hora, los policías descienden y el Grand Trans-Siberian vuelve a desperezarse y a ponerse en marcha, aunque ahora encare el ramal Transmongoliano hacia Ulán Bator.
Nómades urbanos
La estación de Ulán Bator no es el final del viaje, pero sí el adiós al tren después de once noches. Hay que preparar las valijas, entregar propinas, sacar las últimas fotos y despedirse de la tripulación y de algunos pasajeros que se separan con otros rumbos. Los guías y coordinadores acompañan a la mayoría de los viajeros dos días más en Mongolia.
Después de la experiencia buriata, Ulán Bator impresiona como una capital hiperactiva y moderna. El hotel elegido, Blue Sky, colabora con esa percepción: es una muy contemporánea torre vidriada de 25 pisos y más de cien metros de altura, similar al hotel Vela de Barcelona. Queda sobre la Avenida de la Paz, justo frente al corazón de la ciudad: la plaza Gengis Kan, bien soviética, antes llamada Sukhbataar en honor al líder de la revolución mongola, representado en el centro por una estatua ecuestre. En 2013, la plaza se rebautizó en honor al padre fundador del imperio mongol. La estampa del guerrero y conquistador, gran unificador del imperio más extenso de la historia, lo es todo en Mongolia e ilustra hasta las etiquetas del vodka. El dominio de Kan alcanzó desde Corea hasta el Danubio. Dicen que conquistó en 25 años lo que a Roma le costó 400.
Mongolia hoy es un país de un millón y medio de kilómetros cuadrados (sin salida al mar) y tres millones de habitantes. Con el declive del imperio, su territorio fue dominado durante varios siglos por Manchuria, hasta 1921, cuando logró su independencia con la ayuda de la Unión Soviética. La República Popular Mongola fue un régimen comunista satelital a Moscú hasta 1992. De esa etapa, en un vistazo superficial, quedan los carteles en las calles escritos en cirílico, algo de arquitectura constructivista y muy especialmente el Monumento de Zaisan, 600 escalones sobre una colina al sur de la ciudad, que honra a los soldados soviéticos caídos en la Segunda Guerra Mundial y que cuenta con un imperdible mural entre solemne y naif dedicado a la amistad soviética y mongola.
Ulán Bator concentra la mitad de la gente de este país con bajísima densidad de población y enormes superficies inhabitadas e inhabitables, como el desierto de Gobi , las montañas de occidente y la Siberia del norte. Pero aunque hoy la ciudad esté sobrepoblada, la esencia de este pueblo sigue siendo rural y nómade. Famosos como guerreros, los mongoles son buenos en la cría del ganado, que casi religiosamente enumeran con los dedos de la mano: cordero, vaca, camello, caballo y cabra.
Un ícono de su cultura es la yurta, la tienda-vivienda circular, al estilo de una carpa de circo. No sólo se las ve en el campo sino en plena ciudad, literalmente a pasos de la plaza Gengis Kan y del futurista hotel Blue Sky. También cerca del distrito más comercial se encuentra Gandantegchinlin, el gran monasterio budista tibetano, principal religión en Mongolia, que se mantuvo discretamente activo en el período comunista. En el templo mayor, una estatua de cobre de Migjid Janraisig se eleva 26 metros. Es una réplica de la original, desmantelada en los años treinta por Stalin para fabricar proyectiles.
De noche, como en toda capital asiática, la moda es tomar algo en algún bar-terraza lo más alto y posible. A un kilómetro de la plaza Gengis Kan, siempre sobre la Avenida de la Paz, el bar del hotel Ramada está en el piso 17 y tiene una de las mejores vistas de una Ulán Bator iluminada y lanzada hacia el futuro con un cóctel neoyorquino en mano y en pleno auge del consumo. Pero no se ve ninguna yurta.
Sin embargo, se calcula que unas 700 mil personas (poco menos que el 25 por ciento de la población) aún viven en estas carpas, cambiando de lugar varias veces al año. Las tiendas de fieltro (una especialidad local) son las mismas de hace siglos, aunque se compran en supermercados (por unos 500 dólares), vienen mejor impermeabilizadas y cuentan con algún tipo de conexión eléctrica.
Para aproximarse al menos superficialmente a esta otra cara de la cultura mongola, no hay más que salir de Ulán Bator. Una opción conveniente es el Parque Nacional Terelj, a dos horas de viaje, menos de 80 kilómetros de ruta asfaltada. En el lugar, un grupo de casi treinta pasajeros del Transiberiano comprueba, uno por uno, la gran capacidad de una yurta con heladera y televisor. También tiene la irrepetible oportunidad de presenciar un mini torneo de lucha mongola, entre otras destrezas esteparias, milenarias y algo enigmáticas. El Terelj parece estar a miles de kilómetros del Blue Sky. Aunque no debe haber nada más remoto que el andén 2 de la estación Yaroslavsky, en Moscú, de donde partió nuestro Transiberiano doce días atrás.
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