Biografías escritas en el agua
Nuestros mails llenarían docenas de resmas de papel y en una sola vacación sacamos más fotos que una familia, medio siglo atrás, en toda su historia; pero ese material es transitorio y volátil
SÁBADO 19 DE NOVIEMBRE DE 2016 • 00:00
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Pobres biógrafos. La que les espera. Y a los historiadores, lo mismo. Las cartas, epístolas, esquelas, cuadernos, diarios personales, notas diversas y borradores han sido durante siglos el alimento de sus semblanzas. Toda esta documentación, auténtica o espuria, profesional o amorosa, desesperada o dichosa, filosófica o pueril se alojó hasta ahora en un sólo sitio, y para acceder a ese acervo bastaba obtener el permiso de la familia o, simplemente, consultarla en una biblioteca o en un museo.
Nada es perfecto, claro, y esos valiosos paquetes de datos podían extraviarse, ocultarse con malicia o, para variar, dárselos al fuego. Pero lo que se salvaba de tales vicisitudes era un material fácil de acceder e interpretar. Da Vinci nos lo hizo un poquito difícil, cierto, pero comparado con las tecnologías de cifrado de hoy resultó un juego de niños.
Tal estado de cosas no durará mucho más. En esta excelente nota Natalia Blanc describe las transformaciones del género epistolar y su cruce con las nuevas tecnologías.
Reenviame lo que te reenviaron así lo reenvío
Transformaciones que impactarán (ya están impactando, me temo) en el trabajo de biógrafos e historiadores. No sólo a causa de la lúcida advertencia de Vinton Cerf, uno de los padres de Internet, respecto de que los bits se "pudren" fácilmente, sino por algo mucho más trivial. Aún si se pudiera acceder a los datos, aún si el software no se hubiera vuelto obsoleto, como anticipa Cerf, el estudioso no se encontraría con cuadernos ordenados y paquetes de cartas prolijamente atados con una cintita que alguna vez fue malva o bermellón. Ni siquiera debería revisar una caja de documentación más o menos caótica. Nada de eso.
Excepto en el caso de los que imprimen todos sus correos electrónicos y los tratan como si fueran cartas de las de antes (lo que, sabemos bien, es entre inverosímil y del todo delirante), el pobre biógrafo no se encontrará sólo ante el desafío de obtener el permiso a la familia del personaje célebre, sino que tendrá que solicitarle también la contraseña de su notebook y la de su Gmail, Outlook.com o lo que el notorio haya usado en vida. ¿Alguien dijo Facebook? Ya llega.
Supongamos que el persuasivo historiador consigue tales credenciales. Otrora, podía sentarse a hurgar en la correspondencia entre A y B, y listo. Ahora, el desafío de entender qué hay en ese amasijo de 175.691 mails no ha hecho sino empezar.
¿Le respondió A a B en correo aparte o lo hizo de tal modo que cada mensaje citaba el anterior? ¿Era alguno de los dos (o ambos) la clase de sujeto que contesta entre líneas? ¿Y qué pasa cuando el intercambio sobre un tema en particular involucró 100 o 200 mails? Para entender algo habría que bajar hasta el primero de los mensajes -el originador, por así decir- y practicar una suerte de arqueología que, en lugar de excavar en roca y tierra, lo haría en (y entre) capas aluviales de texto, bizqueando y teniendo que empezar de nuevo cada 20 minutos. Vamos, nos volvemos locos cuando alguien nos dice "Te copio" y recibís una docena inextricable de dimes y diretes. Una sola docena.
Pero ojalá nos hubiéramos quedado en el mail. No, señor. El biógrafo y el historiador deberán -si acaso obtienen acceso, como se verá enseguida- bucear también en la fosa insondable de WhatsApp; aquí a las palabras no se las lleva el viento, se las lleva el tiempo. Lo que dijiste hace 5 minutos ya se fue tan arriba en el chat que el scroll del futuro va a tener que ser motorizado, mínimo.
Pero está bien, sí, concedido, tendremos herramientas de minería de datos y todo eso. Pero quedan todavía varios frentes de tormenta. Por ejemplo, el cifrado. Y las versiones.
Yo no dije eso
Si la celebridad hizo los deberes y usó, para sus discos, cifrado robusto con una contraseña de más de 32 caracteres con mayúsculas, minúsculas, números y símbolos, bueno, vamos a tener que esperar avances notables para quebrantar esa encriptación.
Pero si era de los que le ponen 123456 a todo, el problema es muchísimo mayor. Primero, porque habrá docenas de copias de documentos y mensajes accesibles libremente en diversos servidores, discos de backup y la dichosa nube. ¿Qué criterio utilizará el pobre biógrafo para decidir cuál de todas es la legítima? ¿Y si son todas iguales? ¿Lo son realmente o se trata de alguna clase de fraude?
Porque ese es un asunto que deriva casi naturalmente de los que usan contraseñas débiles: toda esa correspondencia podría estar fraguada o intervenida, con fragmentos plantados ahí por un rival que quiere hacerlo pasar a la historia como un papanatas que malgastó meses debatiendo sobre los diversos usos prácticos de los clips, los restos de jabón de tocador o el marlo de los choclos (a propósito, se los puede usar como combustible, material abrasivo o para la fabricación de aglomerados). Es más: ese escabroso intercambio por WhatsApp bien podría ser del todo apócrifo. Pero, ¿y si no lo es? Pocas cosas parecen tentar más que el fisgoneo en la vida íntima de célebres y celebrities, que no son lo mismo. Ya ha pasado, pero en el futuro será endémico: toneladas de datos falsos pasarán por historia verídica porque no seremos capaces de determinar los límites entre la mano del autor y la del pirata. Confiar en los bits es de una ingenuidad colosal.
Añadiré que, para los que buscan material algo subido de tono, los obstáculos, ya intimidantes, no dejarán de crecer. Vayan olvidándose de aquella deliciosa epistolografía de amores contrariados, clandestinos, imposibles o eternos. Ahora tenemos Tinder y Telegram, donde todo pasa y nada queda. Algunos de nuestros descendientes, me temo, se preguntarán cómo fue que llegaron a existir.
Los cien años de Facebook
Creo, incluso contabilizando al prolífico Voltaire, que el verdadero impedimento con el que se encontrarán los biógrafos es la escala. No nos damos cuenta y, mientras propalamos alegremente esta media verdad de que ahora todo es audiovisual, lanzamos 400 mails por día (100.000 al año), 1500 mensajitos de WhatsApp en 18 grupos todos los días de la semana (medio millón al año) y, por si esto fuera poco, todavía quedan, ¡ay!, Twitter y Facebook, donde volcamos, impenitentes, chorradas de ingeniosas picardías en 140 caracteres y parrafadas sin fin en la inefable red de Mr. Zuckerberg. Bueno, por suerte lo tenemos a Watson, que puede leer un millón de libros por segundo. De tuits, nada. Sacados de contexto parecerán literatura dadaísta.
Ahora bien, ¿estarán por aquí dentro de 100 años Twitter y Facebook? ¿Perdón? ¿A qué se deben las carcajadas? Oh, claro. Twitter está en venta, Snapchat sale a cotizar en Bolsa con una valuación estimada en 25.000 millones de dólares y 20 años atrás Yahoo! era rey. Consejo para los que sueñan con trascender: guarden sus tuits y lo que publican en Facebook. En serio.
Dicho esto, hay también mucho de verdad en que la información que compartimos es muy multimedial. Cada vez que ven una persona que parece estar hablándole a una tableta de chocolate, en realidad está mandando un mensaje de voz de WhatsApp. Saben cómo es eso. Están los moderados y están los otros, los que han descubierto tardíamente su faceta retórica y podés preguntarles por la obra de Lacan o cómo les gusta la tortilla a la española (si bien cocida o babé) y de todos modos lanzarán tres docenas de audios, algunos jadeantes, porque están de running, y otros matizados por bocinazos y algún que otro insulto distante.
Luego, los videos. Le decís: "¡Contame cómo te quedó el living!" Y se le despierta la vena documentalista, no carente de momentos Blair Witch. Sumale a esto decenas de miles de fotos, todas más que justificadas, aunque la mayoría, sacadas de contexto, le dirán entre poco y nada al biógrafo. Y ahora también es posible mandar PDF, DOC, etcétera. Todo esto sin mencionar que los mensajes en WhatsApp están encriptados con cifrado asimétrico, lo mismo que los chats secretos de Telegram y lo que hables por Wickr o Signal. Qué puedo decir. Las agencias de inteligencia sumarán tal vez un nuevo quiosquito: desencriptar teléfonos de personas notables para biógrafos e historiadores. Bueno, pensándolo bien, para entonces es probable que ya tengan todo descifrado.
En fin, no he hablado de las fotos, porque en unas vacaciones hacemos más tomas que una familia entera, medio siglo atrás, en toda su historia. Los biógrafos cotejarán Instagram, que un poco viene a ser como la caja de fotos de antes, con las tomas favoritas o logradas. Hay que ver, eso sí, si el sujeto cuya vida están a punto de narrar tenía su perfil abierto al público. Si no es así, podrían pasarse una eternidad -literalmente- esperando que les confirme la solicitud de amistad.
Tengo, con todo, cierta esperanza de que surja algo así como una nueva profesión, la del Biography Manager, un experto en nuevas tecnologías que se ocupe de preservar para la posteridad los datos de su cliente (el candidato a notable) que le parecen relevantes. Los puristas me dirán, y no les falta razón, que ese Biography Manager estaría haciendo una primera edición sesgada de la historia. Es cierto, pero eso sí que no sería ninguna novedad.
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