Dar clases en un barrio obrero
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Di clases como maestro suplente de los grados inferiores durante meses en una escuela de González Catán, hace décadas. Viajaba en el tren Belgrano Sur (ése es otro capítulo) hasta una estación improvisada en el cruce de una ruta provincial. Ahí se podía tomar un colectivo o esperar que un vecino nos llevara, a una compañera y a mí, hasta los alrededores de la escuela. Fue una suerte coincidir con ella. Ya habíamos hecho equipo en una colonia de veraneo para chicos que "bajaban" de las provincias del norte hasta las sierras de Córdoba para pasar diez días en un cuartel militar reciclado como centro de vacaciones. El alfonsinismo tenía sus refinamientos cívicos.
La escuela quedaba en un barrio obrero. Así me acostumbré a llamar a los asentamientos populares en tierras fiscales, por no decir abandonadas de la mano de Dios, donde las familias, de a poco, construían sus casas, a la espera de que llegaran los servicios esenciales, una salita de atención médica y el asfalto. Sobre las zanjas, mientras tanto, unas maderas firmes permitían el paso de la calle a la vereda. Veíamos caballos en los baldíos, gallinas que cruzaban con parsimonia, perros que se acercaban a olernos los zapatones que usábamos en esos años, como si fuéramos dos personajes salidos de una novela de Lucy Maud Montgomery.
Los chicos no almorzaban en esa escuela sino que -este recuerdo parece ahora inventado- los padres nos invitaban a almorzar con ellos un día de la semana, en general los viernes. Mariana y yo les decíamos "los viernes de la reciprocidad".
A veces esos padres formaban parte de la cooperadora escolar, a veces no. Recordaba, y esto es un recuerdo dentro del recuerdo, que mi abuela materna había invitado varias veces a algunas de mis maestras de la primaria a probar sus recetas de Avellino, hechas con verduras casi amargas, garbanzos, una torta de harina de maíz y carne de cerdo.
Así que mi compañera y yo aceptábamos, y mientras comíamos conversábamos con los chicos y los padres (o sólo la madre) sobre las clases en la escuela, el avance en la construcción de la casa, los orígenes familiares de cada uno, siempre enredados, trabajados -como se dice de una artesanía- con desapego y calidez. Después hacíamos el camino de vuelta hasta la estación ferroviaria o alguien nos llevaba hasta la estación de Gregorio de Laferrere.
Una vez pasada la segunda o la tercera semana de suplencia en la escuela empezamos a ir preparados al barrio. Además de los ejercicios para aprender a leer o sumar, de los libros ilustrados con poemas de María Elena Walsh, de la guitarra (en el caso de Mariana) y de las estrategias didácticas que habíamos aprendido en cursos de próceres de la educación nacional como Emilia Ferreiro, cargábamos en los bolsos (a los que en los años 80 se les decía morrales) una lata de duraznos en almíbar o un budín que comprábamos en Pompeya antes de iniciar el viaje en tren. No fuera que la siguiente invitación, que ineludiblemente llegaría, nos encontrara con las manos vacías.
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